top of page

Perfil de Elvira Hernández, Premio Nacional de Literatura 2024, del libro Agitadoras: siete perfiles de un Chile feminista publicado en abril de 2022

Elvira, pájaro lento

 

por Emilia Duclos Mena

 

Su casa es una isla poco glamurosa en medio de la comuna con los pastos más verdes de Santiago, Vitacura. Rodeada de gatos salvajes allegados que le reclaman comida, entre maleza chascona y suculentas que le reclaman poca agua. En la misma casa vieja, de un piso, muros gruesos, pasillos estrechos y ventanas con celosías en la que vivió toda su juventud y adultez, donde vio morir a su padre en 1988 y a su madre a inicios de 2021. En la misma calle donde la botó la CNI tras estar detenida en dictadura. Ahí, a sus 70 años, se refugia la escritora Elvira Hernández.

 

Tiene 17 libros, casi todos autoeditados e impresos a pulso con editoriales de poca circulación, entre los que destacan ¡Arre!, Halley, ¡Arre! (1986), Meditaciones físicas por un hombre que se fue (1987), Carta de viaje (1989), La bandera de Chile (1991), El orden de los días (1991), Álbum de Valparaíso (2002), Cuaderno de deportes (2010), Pájaros desde mi ventana (2018), Estado de Sitio (2020) y un volumen reciente de ensayos titulado Sobre la incomodidad. Ha sido reconocida con el Premio Nacional de Poesía Jorge Teillier y con el Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda. Sus seguidores le levantan campañas virtuales al Premio Nacional de Literatura. Ella, que no tiene redes sociales y usa poco el computador, apenas se entera. Su primera antología la hizo editorial Lumen bajo el nombre Los trabajos y los días (2016) y fue un éxito. "Tenía una intuición con ella que se corroboró al publicarla. Gente que no la había leído dijo: 'es impresionante'", contó Vicente Undurraga, su editor, cuando salió a la luz el libro.

 

A pesar de su prolífica producción y sus cinco décadas de trayectoria, la figura de Elvira ha circulado silenciosa y con cierta retiscencia a la exposición: hasta escondía bajo su cama las primera copias de sus poemas. Recién en los últimos años se ha hecho popular, sobre todo para las nuevas generaciones, y es más fácil que antes encontrar sus poemas. 

 

Dónde estuvo Elvira estos años. Dónde está ahora. A qué ritmo va. 


 

***

 

Son muchos los años de la defunción

de este paraíso de pájaros. 

Volaron junto a ellos

los mil y un árboles distintos

que le daban vida.

Le sucede en el tiempo

un bosque habitacional sin gorjeos

una trápala fónica mecánica

un frontis vehicular

baldosas removidas por raíces ocultas

sobrevuelo de aves en desbandada

un árbol solitario que perdió su nombre. 

 

(“Villa Brasilia”, 2012, Pájaros desde mi ventana)

 

Ruidos ensordecedores de helicópteros se sienten sobre nuestras cabezas e interrumpen cada tanto su voz suave. Cerca está el Marriot y la Clínica Alemana, dos epicentros del sector oriente. Cuando la familia de la escritora llegó hace más de medio siglo, la comuna de Vitacura era potreros y barrios de clase media, como la población que el Banco de Chile construyó para sus empleados en los años 80, frente a la casa de Elvira, o la Villa Brasilia, un conjunto habitacional repleto de árboles. 

 

–Donde vivían 35 familias ahora hay 200 departamentos y una tienda de autos. Todo se ha demolido para construir en altura. El arribismo es parte de esta zona. El hecho de que la ciudad avance sobre la tierra, sobre el campo, es una tragedia –sentencia. 

 

–¿Por qué decidiste permanecer aquí?

 

–Mi mamá quedó viuda y era una persona que necesitaba estar con alguien. No es mi caso, pero ella necesitaba compañía. Además estaba la costumbre familiar de cuidar a los padres. La verdad es que no me privó de nada. Yo que soy enraizada, si viajo es mientras escribo, o sea la letra me puede transportar a los lugares. Pero mudarme para mí no tiene sentido. Quizás por miedo. Si hay algo que me aterra es la mudanza, empacar cosas, desempacar… No. Pero acá en Santiago me muevo. Ahora mismo necesito unas pinturas y tengo que moverme. Soy usuaria de bus y es muy brutal, sobre todo para las mujeres. La ciudad empieza a maltratar y la gente reacciona mal. Siento esa hostilidad. Siento que hace unos seis años que la temperatura de la irritación viene subiendo.

 

–¿Qué te irrita a ti?

 

–Cuando vas perdiendo cosas en la ciudad a las que les tenías cariño, como las comidas. A veces yo salgo a buscar cochayuyo y veo que es algo que ha desaparecido. Y si vas a una tienda gourmet te encuentras con paquetes ridículamente caros, algas de nuestras costas que viajan a Japón y vuelven envasadas. Eso es una falta de relación y desprecio con la tierra. Pero no puedes permanecer enrabiada siempre. Lo más importante es poder sentir cariño por lo que aquí se hace, por gente que le pone el hombro a muchas cosas.

 

–¿Por quiénes sientes cariño?

 

–Hay una señora que me vende la fruta con la que yo me relaciono hace mucho tiempo. Es de edad, tiene muchas enfermedades. Ella siente que las cosas que da la tierra no deben ser desperdiciadas, no cree en la cultura de lo desechable. 

 

–Con la señora de la frutería, ¿eres tu nombre de carnet, María Teresa Adriasola, o Elvira Hernández?

 

–Elvira. Pero en determinado momento ella me enrostró que se había enterado en la prensa de que yo escribía, porque nosotras nos relacionamos de una manera cotidiana y cercana en que no era necesario que yo le diga concretamente qué cosas hago. La escritura ha estado más cercana al secretismo, no la hago el centro de reunión. En general para la gente, sobre todo del pasado, soy Teresa. Común y silvestre.

 

“Elvira Hernández” fue el nombre, también común, que Teresa inventó en 1981 para protegerse de la represión política, cuando hizo circular su poema “La bandera de Chile”. No sabía que esa identidad incautaría su ser. 

 

–Elvira aparece en un momento, yo diría, salvador y transformador de una vida ordinaria y como un vampiro chupa esa vida, se apodera de esa vida  y comienza a tener una propia a nivel de escritura. Junto con succionarla, también la vitaliza. Esas operaciones que hacen los vampiros. Luego la invisibiliza, pero se alimenta de ella. No es para decir que no tenemos nada que ver, porque sí hay un grado de parentesco negado– dice.


 

***



 

Poetas

 

Poets 

 

Pets

 

(“Ruta cultural”, Pájaros desde mi ventana)


 

Nació en 1951 en Lebu –de Leuvu, en mapudungún–, la misma ciudad costera al sur de Concepción, rodeada de playas, humedales y atravesada por un río navegable, en la que nació el escritor Gonzalo Rojas. Cuando tenía cuatro años se mudó a Chillán junto a su padre Arturo Atilio, quien llegó a ser general de Carabineros, su madre María Teresa, funcionaria pública y pintora, y su hermano menor, Arturo. Ahí pasó parte de su infancia. Visitaban la casa de sus abuelos maternos en Lebu y la de los abuelos paternos en San José de Mariquina, cerca de Valdivia. 

 

–En esos años, las casas tenían piezas de estar, con libreros, y las mujeres se juntaban a conversar. Luego llega la tele y cambia la vida de las personas. Se instala como interlocutor que elimina a otros interlocutores.

 

En 1963, la familia se trasladó por trabajo a Santiago. Elvira hizo la enseñanza media en un colegio de monjas que nunca le interesó. Era mala alumna y “una adolescente complicada”, dice de sí. Pero aquel lugar aburrido tenía algo que le interesaba: un jardín silencioso en donde podía escaparse y estar sola con sus pensamientos. Lo que más disfrutaba era leer. Podía pasar horas pegada en las páginas de Dostoievski. Conectaba con enigmas del mundo y conocía otras posibilidades humanas a través de la literatura. Se sentía, tal vez, menos sola. 

 

Entró a estudiar Filosofía en 1969 a la Universidad de Chile, epicentro del pensamiento crítico en esos años. Su papá, quien ya veía en sus hijos pulsiones de izquierda, les pedía que no se involucraran en asuntos políticos. Nunca lo tomaron muy en serio. Ella, que venía del campo y las novelas, se propuso hacer un estudio profundo para entender en qué mundo estaba parada. “De lo contrario”, pensaba, “voy a naufragar a la semana”. Buscaba referencias y leía todo lo que podía ser complementario a las clases. Entendió que para avanzar junto a los códigos del mundo, iba a tener que estudiar toda la vida. Así lo ha hecho hasta hoy.

 

En esa facultad, particularmente en el Departamento de Estudios Humanísticos, profundizó sus investigaciones en torno a la poesía, y comenzó a relacionarse con escritores y docentes como Enrique Lihn, Nicanor Parra, Cristián Huneeus, entre otros. Conoció, también, a Raúl Zurita y Diamela Eltit, de su misma generación. Visitaba a los poetas emergentes y trataba de entender qué es lo que estaba pasando a nivel literario. 

 

“La Tere siempre ha estado interesada en lo que otros producen, más que en hablar de su propia obra”, afirma su amigo Ricardo Mendoza, editor literario que conoció en Valdivia a fines de los años 70, cuando viajaba a visitar a su familia y amigos. Gracias a él, Elvira tuvo contacto con la poeta y artista Maha Vial, una de las voces literarias más fuertes y rupturistas de la región de Los Ríos. “Aunque tenían poéticas muy distintas, Maha desordenando el gallinero y Elvira con una prosa más contenida y rigurosa, conectaban muy bien”, dice.

 

“Cuando yo llegué del exilio en los 80”, recuerda su amigo y compañero de escritura Pablo Brodsky, “Elvira llegó a mi casa porque quería ver mi trabajo. Ahí nos conocimos. Siempre tuvo interés por otros”. 

 

Pablo y Elvira, junto a otros poetas y artistas jóvenes como Hernán Meschi y Roberto Brodsky (hermano de Pablo) formaron, en 1983, “Grupo Taller”. Era un espacio donde compartían escritos y hacían activaciones en lugares públicos, como cuando pidieron la renuncia de Luis Sánchez Latorre, presidente de la Sociedad de Escritores de Chile, debido a su gestión desconectada con el contexto político que vivía el país. Mientras Roberto Brodsky declamaba, desplegaron desde el segundo piso del edificio un lienzo que decía “Renuncia La” junto a una pieza de ajedrez caída.

 

También participaban en ponencias con otros artistas y eran seguidores y amigos de Enrique Lihn, escritor muy cercano a los más jóvenes. El primer registro de Elvira en la escena literaria es de 1983 y consiste en una foto donde aparece de 32 años, melena y sonrisa, junto a otros poetas escuchando la intervención de Lihn en el Paseo Ahumada, cuando presentó a los transeúntes el libro homónimo. 

 

–Yo creo que una partía de cosas bien comunes y eso quizás sea lo más difícil, porque la poesía te podría exigir que digas en palabras simples ciertas cosas, pero ya los poetas mismos han salido de esa área. Hoy no es como antes, que estaban en una zona más marginal, incluso habitando la pobreza material, o en el campo, como Violeta Parra. Había un conocimiento cultural que no era de dominio letrado, pero tenía validez. Hoy los poetas yo creo que quieren estar más cerca de la elite, habitan más las zonas universitarias.

 

Elvira hoy participa, laboralmente, en esas zonas y sus últimas dos ediciones han sido con la universidad Diego Portales. Aunque siempre se mantuvo al margen, las instituciones la buscan, la premian, le hacen antologías, la invitan a ser parte.


 

***

 

Casa de nuco en lengua nativa.

Pájaro que nunca llegamos a conocer

ni nos fue presentado.

Quizás estuvimos frente a frente 

quizás algún ladrido escuchado

venía de su garganta.

Vivíamos ya la época de nombres

sin representación concreta 

y cosas tranquilamente innombradas.

 

(“Rucanuco”, Pájaros desde mi ventana)

 

Nuco: búho campestre presente en casi todas las regiones de Chile. Crepuscular, se alimenta en lugares oscuros y cubiertos. Esbelto y alilargo, de ojos amarillos. Vuela como una mariposa, batiendo las alas profundamente. Hace un silbido áspero y bisilábico.

 

Elvira: mujer citadina de un metro cincuenta y cuerpo menudo. Rostro filoso, boca amplia y delgada por donde sale una voz diminuta. Ojos oscuros, pelo gris, dos esferas pequeñas y brillantes en sus orejas. Principalmente crepuscular. Habita siempre la misma ruca. Se desplaza de manera sigilosa. 

 

–El Nuco es un ave que no suele mostrarse, anda siempre oculta. Eso me viene bien. Me gusta la luz vespertina y la noche también, aunque todo depende del cristal con que se mire porque cuando estás pasando malos ratos la noche es muy desgraciada. La luminosidad del día es algo maravilloso. Y la luz auroral también, antes del amanecer. Ese es un momento de trance, donde lo que está agonizando aún no muere y el sol no aparece. Es dramático. En el campo tuve reloj cuando ya era grande y aprendí a ver la hora con un dedo, según su sombra. Eso me encantaba. Cuando nos vinimos a la ciudad eso era lo máximo: pararme y ver la hora con mi mano, mirando al cielo. 


 

***

 

eme de mudez

eme de marcha

eme de mudez

eme de marcha 

(Extracto de “Santiago Rabia”)

 

Agosto 1987, Santiago. Elvira participaba en la organización del primer Congreso Internacional de Literatura Femenina Latinoamericana junto a autoras como Pía Barros, Diamela Eltit, Nelly Richards, Soledad Fariña, Carmen Berenguer y Verónica Zondek. El requisito para participar era tener al menos un libro publicado, así que Elvira se apuró en sacar el suyo, un poema en hojas corcheteadas que tituló “¡Arre! Halley ¡Arre!” en honor al cometa que, en esos años, sirvió como distractor popular al difícil contexto político. Esa sería su carta de presentación.

 

El encuentro se hizo a pulso, buscando financiamiento extranjero, sumando aportes propios, alojando a autoras de todo el continente en sus casas. Querían en plena dictadura visibilizar no solo la literatura, sino que a las mujeres silenciadas. “Estar aquí reunidas, significa romper el aislamiento y el ostracismo en que ha vivido la cultura chilena estos 14 años”, dijo Carmen Berenguer en el discurso de apertura, en un salón grande y frío de un convento en Ñuñoa, el único lugar que les prestaron. Una experiencia así, no volvió a replicarse hasta muchos años después.

 

Elvira trabajó en ese encuentro para instalar no solo su propia voz, sino que la de otras. De ahí salió revista Lar, que aún conserva la escritora Verónica Zondek, con reflexiones y comentarios de las lecturas cruzadas que hacían entre organizadoras. Se generaron importantes lazos de solidaridad y apoyo en medio de un contexto hostil, donde ser mujer escritora, en un circuito dominado por la represión y por la tradición literaria masculina, era difícil. 

 

–Hay que vencer muchas barreras en ese aspecto, porque a las mujeres no se las toma en cuenta, aun cuando haya varias destacadas. Yo viví muchas vejaciones. Y respondí cada cosa con violencia, con ironía, porque me di cuenta de que ese era el método infalible. Y en esta idea de incluir a mujeres porque era bien visto, varias veces me abstuve de participar. En una ocasión alguien me dijo: “Eres la única mujer invitada, porque eres una de las mejorcitas”. Enojada le dije que no se diera el lujo de invitar a aquellos que no están a la altura, que no me merecía estar en ese podio. Y que no habláramos más –recuerda Elvira.

 

Era un pájaro que merodeaba los círculos de poesía, pero que no seguía las tendencias. Aunque conocía de cerca el trabajo de varios autores, mantenía su autonomía y secretismo. Con su amiga y compañera literaria, Verónica Zondek, se identifican en esas formas de vincularse al oficio.

 

“Siempre hemos estado mirando desde afuera. Es consecuencia de un cierto tipo de carácter, de rebeldía. Nunca fuimos de maestros. No creo que sea compatible buscar éxito con hacer poesía. El éxito debería llegar por sí mismo. Lo importante es ir publicando, eso es algo que te alivia. Todas al principio nos autoeditábamos, no existían editoriales independientes como hoy”, comenta Verónica.

 

Luego del congreso de escritoras, organizaron otros encuentros en torno a la poesía y se acompañaron en la publicación de sus obras. Hasta hoy su amiga la visita desde Valdivia, donde vive, –Elvira ya no viaja porque no tiene pase de movilidad*– y mantienen largas conversaciones a la distancia, en donde divagan sobre el mundo en términos poéticos y políticos. Tienen una relación indispensable. “Siempre estamos cruzando líneas”, dice Verónica.


 

***


 

Las imágenes del cerebro proporcionan los peores espejos:        

Una autohipnosis un autofilm de la propia cautividad                                    

No es otro el mare magnum que ese encantamiento 

O ese rompimiento de cabeza ese estrépito de mis olas

        en mi propia rompiente.

(“Betta Pugnax”, Bestiario)


 

“No tiene transbordos intelectuales. No le interesa la cultura, le interesa la luz”, dice la escritora e investigadora Raquel Olea en una reseña sobre Elvira, en 1991. La poeta escribe como si hiciera fotos, encuadrando, sacando e incorporando elementos en su composición con un ojo que no piensa mucho: ya sabe qué observar, en qué fijarse, dónde insertar la luz y la sombra. Es una recolectora de imágenes, recuerdos, pero también de otras voces y personajes, incluyendo la propia. En todo lo que escribe, dice, habita ella, aunque no todo lo que escribe es sobre ella. 

 

–No necesariamente por tú haber vivido tu propia vida vas a encarnar tu poesía, es imposible abordarla. Por eso lo mío no es confesional. Recuerdo que en los 2000, en una actividad en la Plaza de Armas con un grupo de poetas, leí un poema que se llama “Compacto”. El cuyo primer verso habla de que mi cabeza está como un televisor que se repite y repite. Parecía no importarle a nadie, pero cuando terminé se acercó un hombre que me dijo: “Ese poema que usted leyó me interpreta completamente”. Conversamos un rato. Era alcohólico, vivía en la calle y trabajaba en la plaza guardando las piezas de ajedrez de los tableros. Yo sentí que ese poema se lo había escrito a él –cuenta.

 

Los procesos de Elvira son lentos: camina, reflexiona, hila. Tiene momentos mudos donde las imágenes dan vueltas en su cabeza, se conectan, se densifican. Pero nada habla. Luego vienen momentos de producción y en un pequeño escritorio con lápiz y papel todo lo que maduró durante el día toma forma y se imprime al caer el sol. “Porque se está en la calle, en el mundo, en la cotidianidad como cualquiera y de pronto, cuando la hora repica, hay que retirarse como una cenicienta a la soledad intemporal, al escenario que la poesía exige: esa terrible duplicidad”, dice en su ensayo “Arte Poética”. Escribe sobre escribir desde su experiencia y su sentir. No hay verdades, no hay consejos, más bien resignación frente al papel blanco. No puede anticiparse a la escritura y siempre está al filo del tiempo con las fechas de entrega. 

 

“Es por el ritmo de pensamiento, porque ella está siempre en la reflexión constante”, dice la escritora Verónica Zondek. “Y cuando escribe, saca en limpio rápido. Borronea muy poco. Yo soy opuesta: pienso escribiendo, tengo que escribir mucho”. 


 

***

 

No puedo tener cordura ante un cuerpo 

que se niega a ir más allá de sí mismo

y se queda sentado a la espera de que 

le llegue su noche.

Tendría que salir a bailar

como trompo el taimado

y en la fusión de los elementos

desaparecer.

 

(“Acta Diurna Urbis”, parte de un último volumen de textos inéditos)

 

Es verano de 1959 en la estación de San José de la Mariquina, donde viven los abuelos paternos de Elvira, de ocho años. Van a tomar el tren de vuelta a Santiago. El “Rápido”, en honor a su nombre, apenas se detiene por dos minutos. Hay que estar atentos. El papá lleva las maletas y ella intenta seguirle el paso, corriendo detrás. Al atravesar la línea férrea tropieza y uno de sus pies queda enganchado entre los durmientes. El tren va a llegar. El padre ve la escena, deja las maletas tiradas y se devuelve. La máquina se asoma en la curva antes de la estación y no hay nada que hacer. La gente grita. La niña intenta salir y no puede. Piensa que es su fin. Con ojos cerrados, se acuclilla en el riel. Entonces, en un movimiento involuntario, el pie se libera y corre. El tren la roza.

 

Es 1978 o 1979, plena dictadura. Elvira, de 27 años, va caminando y conversando junto a un amigo por la calle Ejército. Cruza miradas con un soldado que sostiene su fusil hacia abajo. Observa cómo le saca el seguro. En una milésima de segundos, a dos pasos de ella, el arma se acciona por accidente y se escucha un disparo. La bala rebota contra el piso y pasa tras su espalda. Un joven que viene en sentido contrario recibe las esquirlas de cemento y pólvora, pero afortunadamente nadie muere. Elvira y su amigo miran impactados. No logran dimensionar lo sucedido. 

 

–Me sigue pasando todo el tiempo. La ciudad está plagada de accidentes– dice hoy.



 

***


 

“Tuve que parar en una cárcel secreta donde solo buscaban hacerte hablar y tragar saliva, tierra patria, derrota y toda la desgracia de una prisionera. Ese lugar luctuoso fue mi bautismo. Una instancia de bajeza y desposesión. Una nueva identidad. Una forja completa. Sobreviví porque la poesía estaba conmigo y permitió que no desmayara ante la violencia heredada de la que habló Gabriela Mistral. Fuera del cepo –en el que muchísimos desaparecieron– en cuerpo y lengua (algo ya se extravió), llevaba palabras conmigo, púas incrustadas, lo sentía, y de alguna forma las tenía que sacar, las tenía que decir. Tarea –hasta ese momento no lo sabía– le iba a dedicar toda mi vida(…) Mi poesía se desplazó del lugar íntimo al lugar público, aquel en el que teníamos que circular sin detenernos”.

 

(Prólogo de Yo no soy el espectáculo, antología del Premio Iberoamericano de Poesía Pablo Neruda).

 

En 1979, Elvira participaba en grupos de resistencia y fue tomada presa a la salida de un metro en un operativo sorpresa, como era común en esos años. Llevaba propaganda antidictadura en la mochila y la confundieron con la guerrillera más buscada. “Encontramos a la Mujer Metralleta”, se decían por radio los agentes victoriosos. 

 

–Uno no tiene posibilidad de sentir miedo, porque no tienes la posibilidad en ningún momento de plantearte nada. Están encima de ti. No te dejan dormir. Buscan reventarte. Estuve cinco días detenida, porque por decreto ese era el tiempo en que te podían mantener bajo arresto antes de llevarte a tribunales. A los dos días de liberarme, ese periodo cambió a 15, probablemente para que los presos tengan tiempo de recuperarse de las heridas, de las marcas. En ese sentido tuve suerte. Son trabajos de joyería, las torturas. El cuerpo no solamente es piel o lo que se ve. El cuerpo son órganos internos. Las marcas quedan dentro. 

 

Tras esa experiencia, escribió el poema “La Bandera de Chile”. En un principio se iba a imprimir en la revista Vanguardia, del MIR, pero fue allanada por militares y la primera versión desapareció. Pero eso no fue impedimento para que circulara, clandestinamente, en 1981 con copias mimeografiadas bajo la chapa Elvira Hernández. Recién una década después logró publicarlo de manera formal con una editorial en Argentina. Rápidamente se difundió en Latinoamérica y se convirtió en un emblema del complejo proceso de transición en Chile. Algunos de sus versos fueron citados en muros universitarios a principios de los 90. Y hoy, con el Estallido Social, se repiten en pancartas y posteos de redes sociales.

 

La Bandera de Chile es usada de mordaza 

y por eso seguramente por eso

nadie dice nada.

 

“La Bandera de Chile es un poema que ha cruzado fronteras de época. Elvira tiene una poesía que es situada, un término acuñado por Enrique Lihn que quiere decir que va con el contexto”, afirma Pablo Brosdky, amigo y compañero de poesía. “En su libro Cartas de viaje de 1986, por ejemplo, ella dice ‘No soy el capitán Ábalos, no soy el tiburón contreras, soy lengua ampollada por la electricidad’. Habla directamente del Mamo Contreras, de la tortura. Ella tiene eso: está siempre enraizada en el tiempo presente”. 

 

En una de sus últimas publicaciones, con ediciones de la Universidad Diego Portales, la autora hace un paralelo entre “Santiago Waria” –un poema largo de 1992, escrito en transición democrática–, “Santiago Rabia” –escrito en 2016– y “Ciudad Cero”, una serie de apuntes poéticos recientes inspirados en el Estallido Social. El libro es, en sí mismo, un paseo callejero: perderse, observar, hurguetear y recolectar imágenes de una ciudad adolorida, donde los personajes de los textos se refugian en recuerdos de un pasado mejor y se enrabian con el devenir de las calles desmembradas por el paso del tiempo y el progreso. “Objeto contundente derribó la letra “S” de la palabra polis. Poco es lo que queda” y “¿Acaso debía imperar la ceguera para que se perdieran tantos ojos”?, son algunos de los versos que componen “Ciudad Cero”. 

 

 

***



 

todo permanece igual     

es aterrador

 

(“Día 28”, El orden de los días)

 

Su casa está repleta de cajas que no se abren y sillones que no se descubren. Cuadros, muebles, libros, papeles, cosas y más cosas. Casi todo lo que hay es de su madre, dedicada coleccionista. A Elvira, con su hermano fuera de Chile y sus padres fallecidos, le ha tocado en estos meses hacerse cargo de este buque que nunca sintió propio. Le cuesta abrir cajas, mover, desarmar. Ver qué es lo que hay adentro. Revisar las torres de papel que contienen toda su trayectoria poética. 

 

No es coleccionista ni le gusta atesorar objetos del pasado, aunque de su familia es la que más se ha interesado en indagar en las raíces y memorias. Vive el presente, pero se describe, en uno de sus poemas, como “la que se droga con el veneno ‘pasado’”. Cuando el estado escritural la posee, como una fiebre inconsciente, logra momentos de lucidez en todo recuerda todo lo que no se le aparece con facilidad. “La poesía abre mis colecciones”, dice.

 

“No es que viva en la nostalgia, no tenemos conversaciones en donde eche de menos el pasado, sino que más bien constata cosas del presente”, dice Verónica Zondek. “Elvira camina mucho y esas caminatas gatillan recuerdos. Se engancha con cosas del pasado, pero eso no implica que abandone el presente sino que está todo imbricado, hermandado. Una tiene un pasado y todo pasado tiene un peso, un sentido. Las cosas van muy rápido y una se quedó con otro ritmo, hay algo ahí que cruje. Ella es alguien muy política en su pensamiento y no puede dejar de analizar lo que está pasando con esa memoria que no es solo lo que sucedió, sino lo que pensaba, los deseos, los anhelos”.

 

Tampoco habita el futuro. No planifica. No tiene ahorros. Nunca se contrató. Y lo que ganaba, en trabajos informales, lo usaba para mantener su biblioteca al día. Su presente, dice, es sin retiros de AFP y con ingresos gracias a los trabajos que aún sostiene. No se ha planteado, hasta ahora, dejarlos.

 

“Ella aceptó su destino, porque vivió bien pobremente a pesar de que su cotidiano era en la casa familiar en Vitacura. Poco a poco, fue siendo convocada a participar en la institucionalidad cultural y eso le trajo cierto alivio económico, pero antes ella no tenía recursos”, comenta su amigo Pablo Brodsky.  

 

Tampoco formó familia. Y solo tuvo amores fugaces.  

 

–Atesoré esos momentos, pero sin proyecciones –dice Elvira. –Eso puede decirse que son miedos, probablemente, pero esa ha sido una forma de vivir. Además, para las mujeres, si tú quieres una independencia amatoria, cero. Antes no la había. Yo creo que la vida se tiene que vivir de la manera en que esa palabra tenga significado. Mi presente se ha extendido y yo diría que psicológicamente estoy preparada para que no me pese el futuro. Gran parte ya está vivido y ha estado bien.  

 

–¿Cómo te relacionas con la muerte?

 

–Cuando era adolescente siempre pensé que iba a vivir hasta los 18 años. Es que yo siempre me he preguntado cómo y cuándo voy a morir, porque la muerte ha estado muy próxima a mí desde que soy niña. Mi relación más complicada y más difícil ha sido con la percepción de la cercanía a la muerte, tanto mía como de otros.

 

De niña sufrió episodios depresivos que reaparecieron durante su adolescencia. En esos años tuvo los primeros síntomas de una insuficiencia hepática que la acompañaría toda la vida. Durante la década de los 80, su enfermedad empeoró. 

 

–Mi hígado comenzó a intoxicarme. Fueron años difíciles, con largos periodos postrada en casa. En los ratos que lograba salir de ese letargo, escribía. Muchísimo. La enfermedad permitía cavilar. Era una condición para tocar la vida en sus límites. Aprendí mucho en ese estado de sufrimiento –cuenta. 


 

Hace años que se trata con medicina homeopática y que investiga sobre medicina mapuche y oriental. Ahí ha encontrado solución a sus dolencias del hígado. La idea del progreso en la salud tradicional no le interesa. Para qué alargar la vida, para qué los marcapasos, las prótesis, para qué vivir más, se pregunta. No quiere vacunarse contra el coronavirus –dice que es incompatible con sus tratamientos– y para protegerse toma un preparado de drosera, una planta carnívora con propiedades que fortalecen el sistema inmune. Así Elvira, a su ritmo y recorriendo su propio mapa, ha decidido autosanarse.


 

“Creo en los astros y soy cáncer, y como cangrejo camino para atrás. Pero hoy iré para adelante. Te envío las respuestas por correo”, me escribe por whatsapp al día siguiente de las elecciones presidenciales que dieron por ganador a Gabriel Boric. No sé si está hablando del hito histórico o de mis preguntas o de ambas o de otra cosa. Interpretarla no tiene mucho sentido. No puedo armarme una imagen acabada de ella. Ya abandoné esa pretensión. Elvira es un amasijo que no deja de amasarse, un final con varias lecturas, un tiempo pantanoso, un sistema de símbolos y señales soterradas.

 

“Los astros están con nosotros siempre” agrega en ese correo, continuando esa idea que quedó flotando, como polvo de estrella, en mi teléfono . “La tierra orbita. Cuando nacemos los astros están alineados así y asá. Es importante en qué parte del globo desembarcas. Invierno o verano. Influyen en nuestra salud física y psíquica. Los médicos chinos utilizan todo eso para diagnosticar. ¡Ah! También es importante la fecha en que nos vamos. ¿Por qué? No lo tengo muy claro”. 

WhatsApp Image 2024-09-06 at 12.17.00.jpeg

Autora

Emilia Duclos Mena

Periodista, fotógrafa y artista interdisciplinaria habitante de la selva valdiviana. Sus investigaciones enredan feminismos, poesía, ecologías y la búsqueda de códigos no humanos, con la contemplación del mundo sensible, el trabajo de compostaje, de recolección y fermentación como herramientas para aproximarse al territorio.

bottom of page